Ciudad Pegaso

Ciudad Pegaso
Cada uno en su lugar

Una antigua colonia de Madrid, ideada para dividir a sus habitantes en tres clases sociales, permanece aislada del resto de la urbe, apenas unida a ella por una línea de autobús
Manu Pérez Matesanz
11/05/2016
Viviendas para los trabajadores rasos
Casas de los mandos intermedios
Chalés de los directivos
Túnel de la gasolina entre Ciudad Pegaso y la Alameda de Osuna
Para Georg Simmel, reconocido sociólogo urbano, la ciudad tiende a sustituir las formas tradicionales de la sociedad por un mundo anónimo, complejo y de distancia entre individuos. Para otros autores, como Maurice Halbwachs, las transformaciones de la ciudad no resultan sólo de los mecanismos económicos, ni de las decisiones individuales, ni tampoco de razones políticas, sino de las necesidades colectivas. Hay cientos de libros sobre el socialismo utópico con el que puede equipararse la madrileña Ciudad Pegaso. Sin embargo, quienes han vivido en estas estructuras sociales hablan con la franqueza de haber presenciado todo desde la primera fila.
En la calle en la que Alejandro coge su bici abundan los tejados cuidados, los jardines y las plazas de garaje. “Mira allí, qué diferencia” dice, mientras señala dos calles a su izquierda. Allí está el gris de las fachadas y las sábanas secando en la terraza de un sexto piso. El tiempo ha pisado un orden urbanístico que nunca existió en esta colonia de la periferia madrileña, en el distrito de San Blas-Canillejas. Una colonia creada en 1956 con un propósito en apariencia simple: dar techo a los trabajadores de Enasa (Empresa Nacional de Autocamiones S.A.) y ofrecerles todo lo necesario para vivir sin necesidad de salir del barrio. Décadas después, Ciudad Pegaso aún guarda su hueco en el mapa y un olor invisible a aceite de motor.
Ha pasado medio siglo y el lenguaje común le ha quitado a Pegaso la mitad del nombre. Le ha extirpado el calificativo de ciudad. Siempre le quedó corto. Pegaso fue durante años un universo propio. Un mundo que podía empezar en la calle Uno, ya que las calles estaban y siguen numeradas, y terminar en la piscina municipal en la que los hijos de los trabajadores, con el necesario carné acreditativo, podían bañarse en los acalorados veranos de Madrid. Así pasaban los días entre unos muros invisibles que puso el régimen. Para beneficiarse de los servicios y de la vivienda los trabajadores tenían que cumplir dos requisitos: mantener una respetable situación familiar, y por supuesto, ser fieles trabajadores. Reglas no escritas de fácil resumen: ir a misa con la esposa de un brazo y los hijos del otro y, por supuesto, agradecer todo lo que da el trabajo, y no pensar en lo que quita.
“Fue un error”, afirma Alejandro, que vio cómo aquella sociedad autárquica nunca llegó a funcionar. Este hijo de padre ajustador (encargado de ajustar las piezas de metal del motor en su lugar correspondiente), nació y creció en paralelo a un barrio al que ha vuelto hace unos años, ya jubilado, tras años viviendo en Europa. Esa Europa de la época, escondida dentro de la mitad de un libro que muchos quisieron abrir de golpe, con rabia. “La emigración fue masiva, mi padre estuvo a punto de irse del barrio y de España”, comenta, y relata con ilusión escenas de 1 franco, 14 pesetas (Carlos Iglesias, 2006), película cuyo protagonista es un vecino de Ciudad Pegaso que emigra a Alemania: “Es una historia real, así se vivía aquí en aquella época”.
Es imposible desligar la historia de Ciudad Pegaso de la industria, la fábrica y el trabajo. Enasa no tiene mirilla para ver el barrio; Enasa es el barrio.
Ciudad Pegaso se creó en dos fases: en la primera, en 1956, se levantaron 589 viviendas, se construyó la red de infraestructuras y los locales comerciales y recreativos, así como un edificio dedicado a servicios generales de la urbanización. Con ella llegaron profesionales cualificados, la mayoría desde Cataluña, que introdujeron un sistema de producción en línea hasta entonces inédito en España. “El crecimiento fue exponencial. El barrio fue fundamento de la tecnología española. Y todavía hoy lo es, no hay que olvidar los tremendos avances que se hicieron”, cuenta orgulloso Alejandro, que no olvida siquiera las patentes que se firmaron entre aquel puñado de calles.
Poco tiempo después llegó la segunda fase, repleta de peones especialistas, sin estudios básicos, que se distribuyeron en 738 viviendas más. Para entonces, los trabajadores eran parte de un ejército estatal creado por y para el trabajo duro: “La gente no está acostumbrada a trabajar por el Estado y lo gratis no funciona”. Alquiler simbólico, jubilación a los 55. Vida cómoda para quien tolera a su jefe a diario en la cola del supermercado. Ese era el plan, pero el plan no funcionó. Se impuso la sensación de bucle, de un lugar de trabajo infinito que salía fuera de la fábrica. El centro quedaba lejos, incluso en coche. Problemas, trabajo. Sensación de jaula sin barrotes. Enasa estaba ahí, al lado del columpio del niño. En todas partes. No es de extrañar que con el tiempo los trabajadores terminaran llevando a sus hijos a otros colegios y paseando por parques de otros barrios cercanos, como la Alameda de Osuna.
Tres clases
Entre las calles numeradas se levantó un orden social creado para mostrarle a cada cual quién era. Se levantaron tres tipos de vivienda distintas según la clase social: chalés para directivos, viviendas pareadas con jardín independiente para mandos intermedios y pisos altos para trabajadores no cualificados. Esta práctica se extendió de puertas hacia fuera, donde los vecinos disponían de lugares de ocio diferentes. Unos contaban con la llamada residencia de ingenieros, actual Centro Cultural, como lugar de encuentro: un espacio con piscina y cancha de tenis que todavía hoy, repleto de despachos vacíos, parece privilegiado, incluso excesivo.
Otros vecinos, sin embargo, acudían a locales y zonas de ocio del grupo de empresa. No compartían más espacio que la parroquia de San Cristóbal. Las barras de los bares no prohibían la entrada a nadie, pero la diferenciación entre clases fue imposible de salvar. “El régimen puso servicios para todos los trabajadores, pero el nivel de vida que llevaban los directivos y los currantes nunca era el mismo”, cuenta Alejandro. Ni siquiera el denominado grupo escolar (posteriormente Colegio Nacional Ciudad Pegaso) pudo recoger a todos los niños en edad de estudiar del barrio.
Precisamente la educación fue uno de los grandes problemas de la colonia. “La gente no pudo progresar, fue un fraude”, afirma Alejandro. Tras estudiar Física y pasar su vida dando clase en la universidad puede hablar de compañeros suyos que no pudieron avanzar por un sistema ineficaz basado en el deporte. “Teníamos un profesor prusiano que nos enseñó a nadar a todos, pero de conocimiento, poco”.
Manuel es otro vecino que nació y creció en el barrio. Hijo de trabajador, vivió con orgullo la respuesta de una parte de la población que reclamaba la libertad no impostada por el régimen. Ciudad Pegaso se convirtió en un punto fuerte para el sindicalismo de la época. Para vigilar estos movimientos de cerca, el Opus Dei montó en el barrio un club social llamado El Ateneo. Sin embargo, la jugada no le funcionó y El Ateneo pasó a ser tomado por colectivos de la izquierda. Alejandro, años más tarde, llegó a regentar este local y organizó en él varias actividades con personalidades públicas cercanas al PCE.
Estos dos vecinos hoy cuentan su vida desde el centro cultural al que acuden casi a diario para poner al tanto a su directora, Julia Pérez, que ocupa esta mesa, dependiente del Ayuntamiento de Madrid, desde hace apenas un mes. “Yo vengo de Hortaleza, imagínate, el cambio ha sido muy grande”, comenta. En medio de la conversación con los vecinos, Julia no deja de interceder, entusiasta, para conocer más de la historia. Apunta datos, organiza la mesa. Parece dispuesta a aprovechar la lección: “Yo me estoy haciendo a todo, tengo que aprender deprisa”.
Desde la Junta de Distrito de San Blas-Canillejas afirman que la programación cultural de la colonia está, de hecho, en manos de Julia. Aunque sea pequeño, ese margen de maniobra le permite proponer e impulsar actividades que reactiven el barrio. Habla con los vecinos y visita la parroquia todas la semanas para charlar con el cura, “sudamericano, por cierto, cómo cambian las cosas”, cuenta riendo. La Junta presume de escuchar a unos vecinos que ahora, cada vez, están más activos políticamente. Unos y otros han conseguido celebrar una asamblea en la que se expusieron las deficiencias del barrio. La participación vecinal fue muy alta y, aunque a ella no acudió la concejala del distrito, sí lo hizo su asesora.
Luchar contra el abandono
En el año 1970 las viviendas fueron vendidas a precio de mercado por su propietario, Enasa, a los que hasta ese momento eran sus empleados. Se constituyeron las comunidades de propietarios para afrontar los gastos y la gestión de las zonas comunes (combustible para calefacción e infraestructuras de los bloques). Enasa conservó inicialmente la propiedad de los inmuebles que no eran viviendas, es decir: la piscina, la ciudad deportiva (campo de fútbol), los locales comerciales, el edificio de la residencia de ingenieros y los pórticos de la plaza de San Cristóbal. La iglesia, los salones parroquiales y la casa rectoral fueron regalados al episcopado. Y a su vez, el cine, símbolo del barrio, fue cedido por Enasa a la Dirección General de la Guardia Civil.
Hoy se han recuperado para los vecinos de Ciudad Pegaso y de todo Madrid aquellos espacios que quedaron en poder de Enasa y que tras su desaparición se camuflaron entre una bruma de empresas nacionales. Algunos de estos bienes se perdieron para siempre en operaciones de especulación, como es el caso del terreno destinado a la sede del Club Deportivo Pegaso (varias hectáreas dedicadas a dos campos de fútbol, uno de magnífica hierba natural donde entrenó muchas veces la selección española) o los locales sociales del edificio de soportales de la plaza de San Cristóbal, envueltos en un litigio judicial agotador.
Alejandro y Manuel, junto a varios vecinos, han creado el Grupo 77 (debe su nombre a la única línea de autobús que llega al barrio), un colectivo para acondicionar Ciudad Pegaso. “El barrio ha estado abandonado, muerto” cuenta Alejandro, que como director del proyecto parece seguro de los pasos a seguir: “Hay que ser realista, no es viable mantener todas las zonas verdes”. La peticiones son simples. “Solo queremos que nos arreglen las calles”, señala un vecino.
Hoy, y aunque el barrio es contraste a cada paso, Ciudad Pegaso no separa a sus vecinos por su estatus social. Las amplias zonas verdes se acumulan a los pies de edificios que han perdido ya la cuenta de sus años. Pegaso es ahora la huella en diminuto de un país autárquico y clasista hasta el ridículo. También es un barrio repleto de orgullo y de gente que trabajó más de la cuenta.
Se levantaron tres tipos de vivienda distintas según la clase social: chalés para directivos, casas aparejadas con jardín para mandos intermedios y pisos para trabajadores
Reglas no escritas de fácil resumen: ir a misa con la esposa de un brazo y los hijos del otro y agradecer todo lo que da el trabajo