Ciudad Pegaso

Poblados para guardar obreros

La madrileña Ciudad Pegaso, en la actualidad.
Foto Fernando Sánchez
El franquismo impulsó la creación de Ciudad Pegaso, donde la empresa ENASA hacía el papel del ayuntamiento.
De la Puerta del Sol hasta la autovía A-2 a Barcelona, la calle Alcalá recorre desde el kilómetro cero todo el este de Madrid. Como una cremallera. Entre sus dientes se cuentan Cibeles, la Puerta de Alcalá y las Ventas y, tras diez kilómetros, su último número no es un portal, es otra “ciudad”: Ciudad Pegaso.
El barrio sigue siendo «especial», según sus vecinos. Lo es 60 años después de que el franquismo lo levantara de la nada para los trabajadores de la factoría ENASA (Empresa Nacional de Autotransportes S.A.), que desde 1954 fabricaba los camiones Pegaso. Este “poblado para obreros y empleados”, como lo definía su arquitecto, Francisco Belosillo, fue un ejemplo de los intentos franquistas por industrializar el país. Sus habitantes más mayores todavía recuerdan la ilusión y las oportunidades de los comienzos, las protestas y huelgas posteriores y el declive final, tanto de la fábrica como del régimen.
La primera vivienda se entregó el 12 de octubre de 1956. Al entrar aún se aprecia la distribución planificada de las alrededor de 1.300 pisos del proyecto original. Calle Uno, Dos, avenida Quinta, Sexta, etc. La ordenación del espacio recuerda a la división de empleos en la fábrica. Primero, casas adosadas destinadas a los técnicos. Más adelante, viviendas para operarios: las de la primera fase, de cuatro alturas, y las de la segunda, en el centro del barrio y de siete pisos. Por último, en una zona más alta, aparecen los lujosos chalés de los ingenieros jefe, cerca de una residencia para ingenieros solteros.
“Era para verlo, estaba todo ya hecho y en todos los sitios había césped. Era divino”. Ángela, de 81 años, habla fascinada de la oportunidad que supuso para su familia vivir en Ciudad Pegaso. Como miles de españoles en los años 1950, Ángela dejó su hogar en busca de una vida mejor. Se fue de Oropesa, Toledo, a Madrid. Lo hizo con su marido, Ángel, mecánico y cronometrador en ENASA. Al principio vivieron en un piso muy humilde del barrio de Vallecas. Un día de 1961, que recuerda con todo detalle, mondaba judías cuando llamó a su puerta “una señorita muy bien puesta”. Venía de la fábrica para ofrecerles un piso en Ciudad Pegaso. El mismo en el que ha vivido 54 años y donde crecieron sus dos hijos.
El poblado orbitaba en torno a la fábrica como un satélite. Toda la vida de los obreros, “productores” en el vocabulario franquista, se articulaba en torno a esos dos polos: de casa a la fábrica, de la fábrica a casa. ENASA, empresa pública y ojito derecho del franquismo –toda personalidad extranjera que viniera a Madrid no se marchaba sin visitar la factoría de Barajas–, proporcionaba una vivienda asequible y muy próxima al lugar de trabajo. Además ofrecía, como si fuera un ayuntamiento, todos los servicios que podía necesitar la barriada: limpieza, reparaciones, comercio, escuela, piscina… Incluso la iglesia fue construida por la fábrica, consagrada a San Cristóbal, patrón de los conductores. A cambio, Franco pretendía apaciguar los posibles conflictos obreros.“Es una gran red de instalaciones y servicios de toda clase (…) cuya finalidad es crear un clima de convivencia muy grata”, explicaba en 1962 el presidente del Instituto Nacional de Industria, Juan Antonio Suanzes.
“A medio camino entre el castro romano y el falansterio utópico, el gueto y la ciudadela nación, algo más de mediado el siglo XX, entre Canillejas y Barajas, Ciudad Pegaso”. Así describía en El País Moncho Alpuente el modelo del poblado, que recuerda a experimentos como el de Crespi d’Adda, un pueblo obrero modelo del siglo XIX en Bérgamo (Italia). A diferencia de aquel, donde la iniciativa correspondía a la decisión de un empresario, en Ciudad Pegaso era el Estado quien estaba detrás de la idea.
“Ciudades laborales” como Pegaso respondían, según escribió el diario Pueblo en 1958, al “concepto de moderna empresa” que “ya se va impregnando de un neto sentido social”. “El hombre” pasaba a ser otro elemento de la fábrica. “Y ese hombre tiene unas necesidades que se llaman viviendas, educación para sus hijos, alimentación, expansión. Todo eso puede y debe dárselo la empresa”, resumió el periódico.
Una visión diferente tiene Carlos Iglesias, quien en su película Un franco, catorce pesetas interpretó la historia de su padre, mecánico en Pegaso y emigrante a Suiza en los años 1960. “Eran años difíciles”, explicaba Iglesias en la promoción del filme. “Mi padre y su amigo eran dos oficiales de primera en la mejor fábrica del momento en España y no podían pagar su propio piso”. En otra entrevista aclaraba que su familia nunca vivió en Ciudad Pegaso pero que a su padre le ofrecieron un piso. “Al parecer no lo quiso porque decía que era como no salir nunca de la fábrica”.
Pepe llegó a la factoría en 1957. Tenía 23 años. Ahora todos le llaman Pepe “el hortelano” porque se encarga de un pequeño huerto en el Centro de Mayores del barrio. La tierra es mala y los tomates se resisten a crecer, pero Pepe no pierde la alegría. Antes de instalarse en Ciudad Pegaso, en 1962, vivía en San Fernando de Henares en una habitación con el resto de su familia. Quiso construirse una casa en unos terrenos de su suegro, pero el acuerdo se torció. Entonces, a través de un conocido, logró una vivienda de las “antiguas”. No tenían ni ascensor ni calefacción, pero sí agua corriente (y caliente). ”Mis hijos bailaban y todo. Eran pequeños, pero al ver el agua correr eso era una cosa…”.
Los valores del régimen
Ciudad Pegaso podía parecer una ficción dentro del régimen. La autarquía fracasó y se sucedieron oleadas de migración interna en España. Tras los frustrados planes de colonización interior (el ruralismo casaba mejor con los valores del régimen), la población se vio obligada a desplazarse a los focos industriales. Esto colapsó las ciudades. No había ni trabajo ni vivienda en la capital pero en Pegaso ofrecían pisos de calidad a precios razonables y con ventajas, como el economato del INI. Pero no había para todos: 1.300 viviendas no eran ni de lejos suficientes para los 8.000 trabajadores de la fábrica.
Francisco, natural de Cuenca, entró a la fábrica en 1957 con 24 años para trabajar con una fresadora. “Era de los sitios que mejor pagaban y no era muy duro porque era trabajar con máquinas”, recuerda. Permaneció en ENASA hasta que se prejubiló en 1988. Vivió la puesta en marcha de la planta, su consolidación, pero también la lucha obrera y los problemas económicos de la empresa que provocaron su venta en 1990.
Según escribió José Roldán, antiguo trabajador de la fábrica y sindicalista, durante los primeros años la mentalidad de los trabajadores se ajustó “a cierto conformismo”, fruto del miedo a la represión y a la pérdida de empleo en una empresa “que los aseguraba para toda la vida”. En la investigación Pegaso. Las relaciones laborales entre 1954 y 1994, Roldán destaca el cambio que trajeron los jóvenes, más formados y menos propensos “a someterse a la arbitrariedad de los mandos”. También las mejoras sociales, la liberalización económica y un tímido aperturismo laboral comenzaron a forzar las costuras de la dictadura en los años sesenta.
Es a partir de 1962 cuando el activismo sindical toma fuerza en Pegaso. Las reivindicaciones salariales se mezclaban con aspiraciones cada vez más políticas. Un estudio de Luis Ortiz Gervas cuenta cómo la movilización laboral aumentó: huelgas, paros, encierros y marchas desde la fábrica hasta Ciudad Pegaso. Era inevitable que a una barriada concebida como un cordón umbilical de la fábrica le afectasen los cambios que en ella se producían.
“Mientras la fábrica lo tuvo todo, marchó bárbaro”, cuenta Ángela sobre la vida en Ciudad Pegaso. “Luego, claro, la fábrica nos dio los pisos y ya no era igual”. Se refiere a la venta de las casas por parte de ENASA a sus inquilinos, que pasaron a ser propietarios. La fábrica y su modelo daban señales de agotamiento. Según el investigador José Luis García Ruiz, la política autárquica favoreció el nacimiento de industrias “pero también es cierto que la misma política las puso pronto en aprietos”. Sus problemas: costes altos, productos demasiado caros y escasa vocación internacional.
Poco después de alcanzar en 1975 el récord hasta entonces de 26.531 unidades vendidas, llegaron los números rojos. En 1976, ENASA registró pérdidas de 631 millones de pesetas, que en 1980 superaron los 10.300 millones. Ante esta situación, el INI intentó alianzas fallidas con compañías extranjeras como International Harvester (1980-82) o Daimler (1990). El 14 de septiembre de ese año, se formalizó la venta del 60 % de ENASA a Fiat, propietaria de Iveco, por 1.200 millones de pesetas. Sólo en el primer semestre de 1990 se habían registrado pérdidas de 7.000 millones, según fuentes sindicales. En la fábrica de Iveco hoy trabajan 2.600 personas que producen 132 camiones al día. Pero pocas de ellas viven en el barrio.
Ahora Ciudad Pegaso apenas tiene vínculos, aparte de los sentimentales, con la fábrica que le dio vida. Aún viven aquí algunos trabajadores en activo y los antiguos obreros, ya ancianos, conviven con inmigrantes y jóvenes que han encontrado viviendas baratas, aunque el barrio esté algo “desconectado” del centro de Madrid. Sin embargo, los recuerdos de la factoría surgen en cada esquina. Tras la barra de su bar, Generoso se acuerda de cuando era un chaval y los autobuses salían llenos de trabajadores hacia la planta. Entre tortilla, vino y cañas se suceden las anécdotas: las fiestas en la plaza mayor, el cine que nunca llegó a triunfar, pero también las huelgas y la represión entre las cabinas de Pegaso.
En el Centro de Mayores, Ángela y Pepe “el hortelano” comparten fotografías antiguas. “¿No me digas que no es bonito”, dice Ángela. En una imagen por la que siente debilidad, aparece su marido con sus dos hijos vestidos de día grande. Pepe enseña otra en la que está él con su característica sonrisa guasona sobre un camión. Juntos recuerdan el cartel que coronaba la entrada a Ciudad Pegaso, las calles llenas de niños correteando o el Ateneo en el que se jugaba al dominó. Mirando un anuario de la fábrica, Ángela se detiene al ver una fotografía de Franco. “Por él nos dieron las casas, algo hay que agradecerle”, comenta sin mucho interés mientras pasa la página. Pepe y ella no olvidan que, pese a todo, ENASA les dio comida y una forma de vida para sus familias. Ahora les queda una pensión, su hogar y mucha memoria.
De las colonias industriales al «neopaternalismo»
Ciudad Pegaso fue una población creada ad hoc para la instalación de una estructura fabril. Como lo fue en 1722 Nuevo Baztán, levantado a 50 kilómetros de Madrid para alojar a trabajadores del vidrio. Se construyen y ofrecen viviendas para trabajadores pero también todo lo necesario para la vida cotidiana. El camino de los poblados o colonias industriales recorre la historia en paralelo a la expansión y transformaciones del capitalismo.
“Son prestaciones que ofrecen las empresas a los trabajadores para atraerlos, mantenerlos y en último término controlarlos”, explica sobre el paternalismo industrial Mar Maira Vidal, doctora en Sociología e investigadora por la Universidad de Valladolid que ha estudiado el caso de Ciudad Pegaso. Cuenta que era habitual que cada bloque contase con una suerte de “infiltrado” –“los trabajadores les llamaban los chivatos”-. “Muchas veces eran militares. Había una persona que funcionaba, entre comillas, como espía, y pasaba informes sobre lo que hacían o no los trabajadores. El médico de la clínica, un tanto lo mismo. La empresa conocía por ejemplo los trabajadores que bebían mucho alcohol”.
Sin embargo, Maira Vidal advierte: “La moneda tiene dos caras. La empresa junta a todos los trabajadores para atraerlos, mantenerlos y que sean más productivos, pero a la vez éstos tienen muchas posibilidades de organizarse”. Así empiezan las asambleas, reuniones clandestinas y huelgas. “Los trabajadores de Pegaso, algunos, fueron bastante potentes no sólo en reivindicaciones de condiciones de trabajo sino en la lucha antifranquista”, explica la investigadora.
El paternalismo se desarrolló no sólo en Madrid. La colonia industrial Güell en Cataluña o poblados mineros como el de Bustiello en Asturias, entre finales del siglo XIX y principios del XX, son otros ejemplos. A mediados de este siglo, los poblados industriales en Europa estaban en retroceso, pero el atraso histórico de España los impulsó durante la dictadura. Es el caso de las viviendas para los trabajadores de la Empresa Municipal de Transporte (EMT), conocida como colonia San Cristóbal (llamada la “Moraleja de los pobres”), y que se encuentra cerca de las actuales cuatro torres de Madrid.
La mayoría de estos poblados vinieron a menos durante los años setenta. “En el momento en que el Estado del bienestar se empieza a desarrollar, el paternalismo industrial disminuye. Empieza a no tener tanto sentido. Si tienes una sanidad pública, una educación mínimamente buena, o eres de clase media y te puedes permitir una vivienda fuera del poblado, te vas”, dice Maira Vidal.
Hoy resultaría difícil encontrarse planes para levantar una ciudad ex novo. Pero, según Maira Vidal, la sombra del paternalismo ha adquirido nuevas formas, como las ciudades empresariales promovidas por grandes compañías. “La Ciudad del Santander o la de Telefónica, con sus gimnasios, guarderías… Creo que hay una relación muy clara con el neoliberalismo imperante y el recorte de servicios públicos”. Para la socióloga, los servicios ofrecidos son una forma de vincular al trabajador con su puesto alargando sus jornadas. “Las empresas siempre ponen en marcha diferentes políticas paternalistas. Hay épocas en que lo hacen más y otras en que va a menos. Pero no han desaparecido nunca: están resurgiendo”.