Alrededor de un día de otoño
Plaza Menor - Ciudad Pegaso
Moncho Alpuente
A medio camino entre el castro romano y el falansterio utópico, el gueto y la ciudadela, nació, algo más que mediado el siglo XX, entre Canillejas y Barajas, Ciudad Pegaso, a un tiro de piedra del llamado nudo Eisenhower de la autopista, nudo dedicado al general y presidente de Estados Unidos, benefactor del Plan Marshall que vino a estrechar lazos de amistad con el generalísimo, al que honró y homologó con su visita. El paternalismo del régimen franquista hacia las contadas empresas que lograban sobrevivir en el enrarecido ambiente de la autarquía apadrinó el nacimiento de esta ciudad obrera, patrocinada por una de sus firmas punteras, un experimento social destinado a convertirse en paradigma de las excelencias de la política económica del régimen.
Ciudad Pegaso nació como ciudad modelo de convivencia entre trabajadores y patronos dentro de un orden (militar, por supuesto) superador de la lucha de clases por decreto. Como en el sindicato vertical, los productores (eufemismo políticamente correcto por obreros o proletarios) y los patronos compartían el nuevo espacio urbano, los jefes en viviendas unipersonales y el resto de la plantilla en bloques cuadriculados y numerados, ordinal y cardinalmente.
Las calles de Ciudad Pegaso llevan por nombre un número, de la calle primera a la quinta avenida, como un símbolo más de la estricta ordenanza y de la deseable anomia de este barrio colmena, protegido y vigilado por la empresa benefactora. Pisos baratos y decentes a precios módicos, pagaderos con cuotas descontadas del sueldo.
Hace años que los vecinos del barrio se desvincularon de la tutela de la fábrica que aún mantiene sus instalaciones en la zona, muchos de los propietarios vendieron sus pisos sin cargas a los nuevos residentes de un poblado que hoy pertenece administrativamente a la Junta de Distrito de San Blas.
El caballo alado, montura de Hércules, fue adoptado como emblema de los poderosos camiones, orgullo de la industria nacional. Pegaso es el patrón mitológico y pagano de la ciudad; San Cristóbal, abogado de los conductores, su homólogo cristiano que cuenta con su monumento particular. En la plaza Mayor de la urbanización se levanta una discreta iglesia de ladrillo y cemento. Montando guardia a los dos lados de la puerta, dos mendigos hieráticos esperan a los fieles del domingo, situados bajo las figuras en relieve de dos apóstoles que comparten la custodia del templo.
Esta ciudad modelo contaba en sus primeros tiempos con su cine, salón de actos, colegios y centros culturales y comerciales, patrocinados por la empresa madre. Entonces Ciudad Pegaso quedaba más lejos del centro de una ciudad, que fue acercándose poco a poco. Entonces ni siquiera los productores más productivos de la empresa podían acceder a un vehículo, menos aún a uno de los audaces y prohibitivos coches deportivos que salían de su fábrica y que competían sin desmedro en los circuitos automovilísticos internacionales.
Hoy, si no fuera por la peculiar conformación y numeración de sus calles y plazas, Ciudad Pegaso sería un barrio más de los que nacieron de la expansión del Gran San Blas y prolongaron los límites de la calle de Alcalá, que hoy termina aquí cerca. Un barrio obrero en el que no hacen sombra las altas torres ni los ciclópeos bloques que la especulación inmobiliaria levantó en zonas menos favorecidas del extrarradio.
Árboles y setos descuidados puntean los rincones, los patios y las plazas, deslucidos y mustios, aún más en estos días de otoño. El fuerte viento ha desgajado de raíz una de las arizónicas que flanqueaban la iglesia y el accidente es uno de los temas del día entre los vecinos.
Es fiesta y puente, y el tiempo desapacible convoca a los desocupados para un tardío desayuno junto a la barra de una cafetería en la que acaban de instalar la iluminación navideña. Un camionero jubilado lleva la voz cantante en una disertación magistral sobre las ventajas de la gasolina súper frente a la sin plomo, rinde más y los vehículos tiran mejor, esgrime como argumento más que probado el heterodoxo disertador, que recibe respuestas desde diferentes puntos del local.
Todos se conocen, y el camarero sabe servir a cada uno de los parroquianos, aunque el mejor escribano echa un borrón y esta vez ha estado a punto de escanciarle anís de La Asturiana a un adicto al coñá que, colocando la palma de la mano sobre la copa vacía, reclama: ¡Eh, tú. Veterano, echa Veterano! El coñá y el anís comparten escenario con el café y los churros y las primeras cañas de esta mañana fría y festiva. Rumor de charla familiar, niños en carrito, ludópatas que hacen sonar las campanillas de sus máquinas al compás de las monedas y la televisión como ruido de fondo.
Ciudad Pegaso no fue el barrio ejemplar que soñaban los próceres del franquismo y vivió las tensiones, las huelgas y las reivindicaciones obreras de su época. Algo de ese espíritu solidario y reivindicativo dejó su poso y todavía alienta en manifestaciones convocadas para recuperar la salida directa a la autopista que les arrebataron hace poco.
Desde un cerro desmochado y próximo, acecha el vaquero de Marlboro Country. En los descampados próximos brotan a mansalva, como malas hierbas, bosques de vallas publicitarias que avanzan sobre la ciudadela inexpugnable.
* Este artículo apareció en la edición impresa del 24 de diciembre de 2000.